La Iglesia mariana se mantiene al pie de la Cruz, no se refugia en una
fortaleza o en una capilla o en un silencio prudente cuando los hombres
son oprimidos. Ella se expone en actos y palabras, con una valentía
humilde, se mantiene al lado de los oprimidos.
La Iglesia mariana deja entrar el viento de Pentecostés, el viento que
empuja hacia afuera y desata las lenguas. Y en la plaza pública toma la
palabra, no para asestar una doctrina, ni para engrosar sus filas.
Ella dice que la promesa es mantenida, que el combate está ganado, que
el Dragón fue aplastado para siempre. Pero he aquí el gran secreto que
no puede más que murmurar: para ganar la victoria, Dios depuso las armas
(…)
Sin embargo, todas las tardes al final de las Vísperas, la Iglesia canta
el Magníficat, ya que sabe donde mora su alegría. (…) Es a los pies de
la Cruz que un pueblo nació, un pueblo mariano. “Viendo a su Madre, y
junto a ella al discípulo a quien amaba, Jesús dijo a su madre: “Mujer
ahí tienes a tu hijo”, luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu
madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la acogió en su casa.
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