Una iglesia victoriosa


Las palabras proféticas de Jesús sobre las futuras tribulaciones de la iglesia iban acompañadas de una promesa consoladora; lo mismo que él había derrotado al maligno, así también los discípulos tendrían la fuerza suficiente para superar todo cuanto se opone al evangelio. Es lo que decía el Señor: "En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).

El Apocalipsis repite sin descanso que el triunfo pascual del Cristo-mesías es compartido por sus fieles. "Al vencedor le daré el sentarse conmigo en mi trono, igual que yo, que he vencido, me he sentado con mi Padre en su trono" (Ap 3,21; cf 2,26). Los cristianos podrán derrotar a su vez al dragón en virtud de la sangre del Cordero y gracias a su testimonio personal, llevado a cabo con firmeza hasta el final y rubricado en el martirio (Ap 2,26a; 12,11; 17,14).

Son éstas las certezas confortantes que infunden coraje a la iglesia, la cual "prosigue en su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (san Agustín, De civitate Dei 18,51,2, citado por la LG 8). 
Nos explicamos así cómo el Apocalipsis, a pesar de conocer las travesías que aguardan a la comunidad de los creyentes, no vacila en situar a la mujer en la esfera de la luz divina y en representarla con una corona sobre la cabeza (Ap 12,1). Elia ha conseguido ya la prenda de la victoria en la resurrección de Cristo. Cristo tiene el poder sobre la muerte y sobre los infiernos (Ap 1,18) y camina en medio de los suyos (Ap 2,1). Como un hábil contrapunto con el AT, el autor del Apocalipsis enseña que el Resucitado asiste a la iglesia en las etapas de su viaje por el tiempo, a fin de conducirla hasta él para la consumación final de la historia.

a) El desierto, lugar de la protección divina
En el transcurso de la antigua alianza el desierto fue en primer lugar el espacio del refugio. Efectivamente, allí Dios concedió descanso a Israel después de haberle hecho salir de Egipto (Éx 13,18), llevándolo como sobre alas de águila (Ex 19,4, Dt 32,11, cf Sal 103,5 e Is 40,31). 

En el desierto le proporcionó a su pueblo el alimento del maná, de las codornices, del agua (Éx 16,1-36; 17,1-7), de la misma manera que más tarde proporcionaría pan a Elías ( I Re 17,1-7). 

En el desierto la tierra se abrió para tragarse a Coré, Datán y Abirón con todas sus familias y sus seguidores (Núm 16,1-35). Sin embargo, el desierto no era el asentamiento definitivo, era más bien una etapa intermedia, aunque prolongada, hasta llegar a Palestina, el lugar que Dios tenía preparado para que descansara allí finalmente su pueblo (Éx 23,20). 

Estos antecedentes del antiguo pacto eran sombra de los bienes futuros, los del pacto nuevo sellado en Jesucristo (cf Heb 10,1). Y realmente el Apocalipsis vuelve a releer aquellas páginas dentro de una perspectiva cristológico-eclesial. También la mujer, figura del nuevo pueblo de Dios, experimenta de forma tangible el socorro divino.

 En el desierto hay un lugar de refugio preparado para ella (Ap 12,6a.14b) y puede llegar hasta allí volando, ya que se le han dado las dos alas del águila grande (v. 14a; cf Ap 8,13 y Ex 19,4, Dt 32,11).

 En el desierto, lejos de la serpiente, la mujer encuentra su sustento (Ap 12,6.14), que podría aludir al pan de la eucaristía, nuevo maná (cf Jn 6,48-58). Si Coré, Datán y Abirón desaparecieron tragados por las fauces del desierto, ahora la tierra abre un abismo para poder absorber el río que ha vomitado el dragón contra la mujer (Ap 12,16).

b) Una meta ultrahistórica: la nueva Jerusalén
Pero también para la mujer, a semejanza de lo que había ocurrido con Israel, hay una última cita que está más allá del desierto. Se le ha señalado una meta ultraterrena. Efectivamente, su vocación es la de convertirse en la "mujer-esposa del Cordero" (Ap 21,9), en la nueva Jerusalén (21,2), en donde ya "no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido" (Ap 21,4). 
El cambio de suerte que han realizado Dios y el Cordero se manifiesta ahora en toda su perfección. No es ya en el desierto, sino en "un monte grande y excelso" (Ap 21,10), donde aparecerá la nueva Jerusalén. 
Ni serán ya tampoco ahora el sol y la luna las fuentes de su esplendor ya que "la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero" (Ap 21,23; cf Is 60,1-2.19-20). En una palabra, ¡se acabaron los días de luto! (cf Is 60,20).